Érase una vez… Sobre ‘El castillo de Barbazul’ de Bartók
Érase una vez…
El poeta de El castillo de Barbazul de Bartók que estos días se ofrece en el Teatro Real inicia el prólogo con las palabras “Erase una vez”.

Imagen de la producción de Christopf Loy
Pues bien, érase una vez un joven de 31 años que asistió a un concierto que siempre recordará -para su fortuna y también desgracia- en la sala Pleyel de París (1981). Se trataba de El castillo de Barbazul con la Orquesta de Paris y la dirección de Christoph von Dohnányi. Lo cantaron nada menos que Dietrich Fischer-Dieskau y su esposa Julia Varady. Aquel joven estuvo sentado en la primera fila de butacas, justo en frente de ambos intérpretes. Pocas veces en su vida hasta entonces había disfrutado tanto de un concierto.

Fischer-Dieskau y Varady
Al acabar fue a saludar y éste fue el dialogo entre el barítono y él. “Señor Fischer-Dieskau, muchísimas gracias por su interpretación, que me ha hecho disfrutar como pocas veces y hasta llenarme de emoción”. Él respondió: “Las gracias se las tengo que dar yo a usted, porque, viendo su cara durante todo el concierto, he podido dar lo mejor de mí mismo. Para un cantante es un placer sentir lo que usted me transmitió”. ¡Y decían que el excelso Fischer-Dieskau era muy seco! Ese encuentro no lo olvidará en la vida.
Un año después volvió a escuchar a ambos en otro concierto en el Liceo con nada menos que Daniel Barenboim al piano. También fue a saludar y, sorprendentemente, el barítono se acordaba -o, quizá, lo fingió- de aquella conversación.
Han pasado muchos años y aquel joven es ya una persona madura cuando ha asistido en el Teatro Real a la representación de la misma ópera junto a El mandarín maravilloso. Casi al final de la partitura -escribo la partitura- se le saltaron dos lágrimas. No fue de emoción por lo que estaba viendo, sí por lo que estaba escuchando, la sobrecogedora música de Bartók, pero sobre todo por la frustración, por la impotencia de no poder disfrutar como aquella vez en París. Algo se lo impedía, la puesta en escena de Cristof Loy.

El mandarín maravilloso en versión de Christof Loy
Pensó en el mucho daño que los directores de escena, desde el pernicioso Regietheater, – “teatro de la dirección”-, que reivindicaba el papel del director de escena como creador autónomo, no como mero intérprete fiel del libreto o de la partitura. En lugar de encarnar literalmente lo escrito, el director reinterpretaba la ópera desde una óptica contemporánea, política, psicológica o simbólica. Lo siguen haciendo hoy muchos. El Regietheater cambió radicalmente la práctica escénica europea.
Producciones provocadoras o conceptuales que hoy se dan por normales (como Don Giovanni en un garaje o Tristán en un sanatorio) derivan directamente de esa corriente. Loy reinterpreta la ópera de Bartók y recurre a un escenario desangelado para una música desgarradora. Algo parecido, recordó aquel joven ya maduro, a su reciente Eugenio Oneguin de primeros de año, no en un bosque, sino en un pasillo de hospital.
Y, mi protagonista se preguntó si es así como se quiere acercar la ópera al público. También si ese público acude porque hay que acudir, como una obligación social, o realmente disfruta de estas regias.
Y, en el caso presente, tuvo claro que hubiera preferido haber vuelto a escuchar la obra en concierto, como en aquel 1981. Y se le cayeron dos lágrimas porque ya casi nunca puede disfrutar del género como pudo una vez. Por eso dejó de ir a Bayreuth o Salzburgo. ¿Para amargarse? No, por favor.

























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